
Despertarse cada mañana con una sensación de deuda es cosa bien fea. Lo saben miles de ciudadanos que no serán dueños reales de sus viviendas hasta dentro de bastantes años. Pero la deuda; la verdadera, la que desgasta, es ante todo una sensación. Un pequeño martillo que taladra sin descanso, repitiendo al oído que uno no estaría dónde está si no fuera por otros.
La deuda no siempre queda saldada devolviendo lo prestado. Algunas veces, el acto de prestar supone más que dejar temporalmente un bien. Supone un sacrificio. ¿Y cómo se devuelve ese esfuerzo? Para los bancos, es cuestión de intereses.
Más aún, algunas veces, la deuda es contraída sin ningún tipo de negociación. En estos casos, es casi imposible predecir o valorar el sacrificio que implica, ya que el acreedor no es tomado en cuenta. No hay elección.
¿Dónde colocamos la balanza y con qué la cargamos?
Apadrina a un jefe y enséñale, pasito a pasito, lo que no aprendió de niño.
Dile que las cosas importantes lleva tiempo conseguirlas, pero son muy fáciles de perder. Que ser adulto es valerse por uno mismo, en vez de volar con alas prestadas. Que el respeto se gana con hechos.
Ante todo, enséñale que las personas son lo más importante.